Aguas duras
Se trataba de una zona de aguas duras.
Un área en la que la cal se depositaba paulatinamente en tuberías, resistencias y elementos mecánicos, reduciendo la vida útil de los electrodomésticos.
Los expertos en incrustaciones solían recomendar el uso frecuente de productos antical.
Los más atrevidos intentaban vender aparatos descalcificadores a los afectados más adinerados o a los dueños de las instalaciones más vulnerables.
En la mayoría de los casos, se acababa imponiendo el sentido común.
Pero ese año fue diferente.
Unos días después de sus recomendaciones habituales, los expertos de más renombre (repentina e incondicionalmente respaldados por las administraciones públicas) parecían haberse puesto de acuerdo en volverse locos, todos al mismo tiempo.
«¡Apaguen las lavadoras inmediatamente!»
Perplejidad entre los afectados.
«¡Las desconecten!»
Desconcierto creciente.
«¡Las destruyan a martillazos!»
Pánico incontrolable.
Durante una rueda de prensa en transmisión simultánea, unos políticos encorsetados habían anunciado pomposamente la declaración del estado de «calcificación descontrolada»: por el bien de todos, a partir de ese momento hacía falta arrimar el hombro para acabar con la cal como fuera.
Los expertos estaban listos para rematar la faena.
«¡Las tiren por las ventanas!»
Obediencia inesperada.
Durante un tiempo, mientras unos se dedicaban a desprenderse escandalosamente de trozos de electrodomésticos, otros —habitualmente, los típicos desconocidos antes clasificados simplemente como «vecinos de enfrente»— salían al balcón para aplaudir.
En un ejemplo encomiable de adaptación a las circunstancias, solidaridad e inaudita puntualidad, los habitantes de la zona se iban turnando respetuosamente los papeles.
Día tras día, el espectáculo estaba asegurado: era prácticamente impensable no unirse a los que cantaban las maravillas de la descalcificación controlada.
Mientras tanto, los organismos reguladores iban certificando (sin prisa, pero sin pausa) la desaparición de la cal de los edificios.
Por otro lado, frente a las dudas de algunos vecinos, que se preguntaban qué pasaría con la calificación energética de sus viviendas, las administraciones competentes planteaban con prontitud la posibilidad de tener que repetir los trámites, para poder así actualizar esos datos.
Eran muy pocos los que rechistaban.
Hasta que se acabaron las lavadoras, los lavavajillas, los calentadores…
Aunque no faltaron las propuestas imaginativas para salir del paso, muy pronto el gobierno se vio desbordado por las peticiones de ayudas para la compra y destrozo de nuevos electrodomésticos.
A estas alturas, ya estaba claro que la operación de descalcificación se había convertido en un auténtico desastre.
Cuando llegaron los equipos de rescate —compuestos básicamente por personas de sentido común provenientes de otras zonas de aguas duras y por los pocos expertos en incrustaciones que todavía no se habían vuelto locos—, se encontraron con un escenario aterrador.
En las habitaciones, se había ido amontonando la ropa sucia; en las cocinas, destacaban los platos preparados y la vajilla desechable; era más que evidente que hacía tiempo que ya nadie se duchaba.
Los niños, totalmente desatendidos, seguían buscando desesperadamente por internet maneras innovadoras para fabricar electrodomésticos en casa.
Fue entonces cuando, a través de un ocurrente comunicado en transmisión simultánea, los mismos políticos encorsetados de siempre anunciaron la satisfactoria conclusión del estado de calcificación descontrolada: por fin había llegado el momento de volver a empezar desde cero.
El precio del vinagre se disparó.
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