El precio de no escuchar

no escuchar

Escribo este artículo a raíz de dos hechos de crónica sucedidos recientemente.

El primero, el de un cazador que reaccionó de manera inesperada a la petición rutinaria de dos guardias forestales de enseñarles su licencia de armas: como que era consciente de tener el permiso caducado, no se le ocurrió otra manera de solucionar el problema que la de disparar en la cabeza a los dos agentes, matándolos en el acto. Por absurdo que parezca, eso es, ni más ni menos, lo que pasó.

El segundo, el de una niña de ocho años que falleció en el Hospital Comarcal de Blanes (Girona), según parece por una cetoacidosis diabética, tras esperar varias horas una ambulancia pediátrica del Sistema de Emergencias Médicas (SEM). A pesar de que hay una investigación en curso para esclarecer las circunstancias de la muerte, creo que no es demasiado pronto para afirmar que la larga espera para una ambulancia seguramente no ayudó a la niña.

Como suele pasar en estos casos, además del comprensible desconcierto, ha habido mucha polémica después de los hechos —polémica orientada por unos hacia buscar culpables y por otros hacia declinar responsabilidades— , y también se ha llegado a comentar que a lo mejor estas muertes se habrían podido evitar.

Con relación al caso de la niña, por ejemplo, ha salido a luz que Comisiones Obreras llevaba tiempo denunciando la falta de recursos causada por los recortes en el sector de la Sanidad y, más en concreto, el hecho de que no consideraba suficiente que hubiese sólo dos ambulancias pediátricas (las dos ubicadas en Barcelona) para toda Cataluña.

Con respecto al caso del cazador, en cambio, se ha puesto de manifiesto, de un lado, la facilidad con la cual —a causa de pruebas psicotécnicas muy laxas— se conceden las licencias de armas y, del otro, las presiones subidas por algunos profesionales del sector que, a veces, se han visto obligados —por sus superiores y por razones seguramente cuestionables— a declarar idóneas para la tenencia de armas también a personas que, según su criterio, no lo serían.

Así que me pregunto si es necesario que haya muertos para que el sabio colectivo compuesto por:

  • los destinatarios de las quejas,
  • los demás afectados que (por la razón que sea) prefieren no quejarse, y
  • la gente en general —que, por cierto, independientemente de si está afectada o no por algo que no está bien, alguna opinión y un mínimo de sentido cívico debería tener

empiecen a escuchar a los que se toman la molestia de protestar —no sólo para defender sus intereses personales, sino también para el bien general—, y a reflexionar.

De manera parecida, me gustaría saber si, en el caso de que alguien reclame contra algo que no está bien en el trabajo —algo que, por ejemplo, pone innecesariamente en riesgo la salud o la seguridad de los trabajadores—, es necesario que se produzca un hecho grave para que se le haga caso.

Antes de terminar, permítanme pues hacerles una pregunta a los componentes de susodicho colectivo: ¿se han parado nunca a pensar en el precio (y todas las posibles consecuencias) de no escuchar? Lo intenten, por favor, y una vez tengan un valor, se pregunten también si están seguros de que están dispuestos a pagarlo.

Y una nota para acabar: según un documento presentado hace unos meses —otra vez por Comisiones Obreras—, la Ley Integral contra la Violencia de Género no se está cumpliendo. Mientras tanto, los feminicidios no dejan de ocurrir…